THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #23 – EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #23

 Diary Entry #23:  Driving Miss Sanchez (Part 1)

In my days as an inner-city Catholic high school chaplain and teacher I was frequently confronted with situations that had no simple nor perfectly “safe” solution.  I had to do what I thought was best for my kids at any given moment, in accord with, or despite the rules, regulations, and codes of conduct imposed on me and my fellow teachers by those who did not spend all day five days a week with our kids.  Rules are easy to make when you are a professional administrator or lawyer sitting in an office and reading “professional” journals.  Those rules can be hard to follow when you are in a trench on the frontline trying to serve and protect those whom you love and teach.

In my case, one of these situations involved getting kids safely home from school every day, which was not my responsibility, but was my concern.  What’s the problem?  The kids come to school on the bus, they go home on the bus.  Relatively safe, it seems.  In cities, especially financially strapped ones, public school buses do not always serve private schools.  Most inner-city diocesan Catholic schools cannot afford to own and operate buses every day.  They rent them from the city or private contractors for field trips and sporting events.  Sometimes, public school buses will transport private school kids, but only if they live a certain distance from the school.  In my city, one of the worst neighborhoods was the one in which my school was located.  If they lived “too close” to school and did not have a ride or the bus, my kids had to walk home through that neighborhood.

Not infrequently, after a sporting event or other after-school activity, students who had missed the bus and lived too far from school to walk, felt safer sitting on the stoop of the locked school than walking through the neighborhood.  They waited for a parent or relative to collect them.  They often waited a long time.  The later it gets in the neighborhood, the less comfortable it becomes.

Quite often, after attending an after-school event, I would encounter kids stuck in this Limbo.  I remember having been stuck in it when I was a kid, but the area where I grew up was not home to prostitutes, drug dealers, homeless people hitting up 14-year-old kids for handouts, and other unsavory denizens of the ghetto (may God have mercy on them all).  So arose my quandary: to leave them deep in the ‘hood, possible prey to the misfit toys that wandered there, while waiting for a ride which might never come? Or to risk some sort of accusation of misconduct, drive them home, and go to bed not worrying about their safety all night?  Of course, from the kids’ side of things, they faced the same dilemma: to sit on the stoop of the school constantly on the watch for a potential problem from the wildlife, or to take their chances alone in a car with a Catholic priest?  It’s not easy to be a Good Samaritan in our day.  It’s not easy to be a kid, either.

I am pleased to report that no kid ever turned down my offer of a ride home.  I am more pleased to say that I never felt that I was making a mistake by doing so, knowing (mutually) that we were breaking all the rules, regulations, and codes of conduct.  We trusted each other; may I say that we loved each other?

I have always believed that the Lord would have had me take my chances and love the kids, even if later I had to pay for it dearly.  After all, is that not exactly what He did?

EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO – 

Entrada de diario #23 

Conduciendo a la Señorita Sánchez a su Casa (Parte 1)

En mis días como capellán y maestro de una escuela secundaria católica urbana, con frecuencia me enfrentaba a situaciones que no tenían una solución simple ni aceptablemente “segura”. Tenía que hacer lo que creía que era mejor para mis alumnos en un momento dado, de acuerdo con, o a pesar de las reglas, regulaciones y códigos de conducta impuestos a mí y a mis compañeros maestros por aquellos que no pasaban todo el día cinco días a la semana, con nuestros estudiantes. Las reglas son fáciles de hacer cuando se es un administrador profesional o un abogado sentado cómodamente en una oficina y leyendo códigos y estatutos de derecho "profesionales". Esas reglas pueden ser difíciles de seguir cuando uno se encuentra en una trinchera en el frente tratando de servir y proteger a aquellos a quienes amas y enseñas.

En mi caso, una de estas situaciones involucraba llevar a los niños de la escuela a casa de manera segura todos los días, lo cual no era mi responsabilidad, pero sí mi preocupación. ¿Cuál era el problema? Los alumnos llegan a la escuela en el autobús; y se van a casa en el autobús. Esto parece relativamente seguro. Sin embargo, en las ciudades, especialmente las que enfrentan problemas financieros, los autobuses escolares públicos no siempre sirven a las escuelas privadas, con el agravante de que la mayoría de las escuelas católicas diocesanas urbanas no pueden permitirse el lujo de poseer y operar autobuses para el transporte diario de los estudiantes.

Las escuelas privadas únicamente hace uso del servicio de autobuses de la ciudad o de empresas privadas, cuando tienen eventos especiales como excursiones o eventos deportivos, rentando dichos vehículos. En algunas ocasiones, los autobuses escolares públicos transportan a niños de escuelas privadas, pero solo si viven a cierta distancia de la escuela. Nuestra escuela se encontraba ubicada en una de las zonas más peligrosas de la ciudad, y cuando los alumnos vivían relativamente cerca de la escuela, no tenían transporte ni autobús, y no les quedaba más remedio que caminar a casa por ese temerario e inseguro vecindario.

Con bastante frecuencia, después de un evento deportivo u otra actividad extraescolar de la escuela, los estudiantes que habían perdido el autobús y vivían demasiado lejos de la escuela para caminar, se sentían más seguros sentados en el pórtico de la escuela cerrada que caminando por el vecindario. Esperaban a que uno de sus padres o familiares los recogiera. A menudo esperaban mucho tiempo. Cuanto más tarde se hacía, más peligroso resultaba transitar a pie por el vecindario.

Muy a menudo, después de asistir a un evento extraescolar, me encontraba con niños atrapados en este Limbo. Recuerdo haber estado atrapado en él cuando era niño, pero el área donde crecí no era el hogar de prostitutas, traficantes de drogas, personas sin hogar que golpeaban a niños de 14 años para pedir limosna y otros habitantes desagradables de estos barrios marginales (que Dios tenga misericordia de todos ellos).

Así surgió mi dilema: ¿dejarlos a su suerte mientras caminaban a sus casas donde podían ser presas de personas inadaptadas que deambulaban por allí? ¿O arriesgarme a recibir algún tipo de reprimenda o acusación de mala conducta por mis superiores, y llevarlos a casa, para después irme a la cama y dormir tranquilo y sin preocuparme por su seguridad toda la noche? Por supuesto, desde el punto de vista de los niños, ellos se enfrentaban al mismo dilema: ¿Sentarse en el pórtico de la escuela, esperando por alguien que los llevara a casa, y que quizás nunca llegaría? ¿arriesgarse a caminar por esa selva salvaje? o ¿Correr el riesgo de subirse al automóvil con un sacerdote católico? No es fácil ser un buen samaritano en nuestros días. Ser un niño tampoco es fácil.

Me complace informar que, durante este tiempo, ningún niño rechazó mi oferta de llevarlo a casa. Y más me complace expresar que nunca sentí que estaba cometiendo un error al hacerlo. Tanto los niños como yo sabíamos que estábamos violando todas las reglas, regulaciones y códigos de conducta. Confiábamos el uno en el otro; ¿Puedo decir que sentimos un gran cariño los unos por los otros?

Siempre he creído que el Señor me habría permitido tomar mis riesgos y amar a los niños, aunque luego tuviera que pagar muy caro las consecuencias. Después de todo, ¿no es eso exactamente lo que hizo Jesús?

 

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