Diary Entry #33: Walking with Tony
In my last entry I wrote that experience suggests that there are two ways that people enter their twilight years: their bodies wear out, while their minds remain lucid; or their minds wear out while their bodies remain vivid. Which is preferable, I will leave to my readers to decide, reminding them that they will ultimately have little choice in the matter. Last time, we recounted the case of a woman whose body was fit, but whose mind was gone. This time, we recall the case of a man whose mind was fit, but whose body was gone.
Tony was fastidious, meticulous, and organized beyond compare. Today, we would call him OCD, but not in a disordered obsessively compulsive way. When I first arrived at my parish, he was still coming to Mass on Sundays. Shortly thereafter, he stopped, but showed up every Monday morning to personally hand me his offertory envelopes for the week as I was emptying the strong boxes of the weekend collection. He was clearly failing.
As he declined, he no longer sought me out as the destination for his offertory envelopes. He insisted on giving the envelopes to one of the parish’s secretaries, and would walk from his apartment to the church each week to do so. That walk would soon become unmanageable.
One summer late morning there was a ring at the doorbell of the rectory office. It was Tony. After a cordial greeting, as his favored parish secretary was not available, he extended his feeble, withered hand to me clutching his Sunday envelopes. “Here is my donation for the week” he said. “Thank you, Tony”, I replied. “We appreciate your continuing support. Are you able to get home alright?” He lived but a few blocks from the church; a ten-minute walk for an able -bodied person. “Oh, sure”, he replied. I was not so sure. I bade him a good day but left the door open so that I could keep an eye on him as he made his way down the steps from the front porch of the office. I could see that it was going to take him time, so I went about accomplishing some small task as I kept an eye on the door. When I checked on his progress, I saw that he was gone, or so I thought. As I went to close the door, I saw a pair of shoes protruding from the shrubbery at the base of the stairs. Tony had fallen from the stairs into the bushes and was floundering as a tortoise having been turned on its back by some mean-spirited boys. His cell phone was on his chest, but he was unable to operate it due to his predicament. I shouted to my secretary to come and help. We managed to extract him from the bushes, apparently unharmed. I insisted that we would drive him home in my car, but he adamantly refused. “It would be more difficult for me to hoist myself into your car than it would be for me to walk myself home”, he claimed.
My secretary and I walked home with him. We were not about to let him try it on his own. It was torturous. The (at most) ten-minute walk took us at least thirty minutes. Tony was on the verge of falling and hospitalizing himself permanently every step of the way. We delivered him safely to his apartment, called his son, reported the incident, and made our way back to the rectory in under five minutes. Not long after, Tony passed away. His mind was sharp as a tack to the end, but his body simply gave out. I leave it to my readers to decide which manner of demise they would prefer, reminding them again that they will have little choice in the matter. Our goal in this life is to play the hand that is dealt us as best we can; to endure the trials that come our way, and by doing so, to reach the ultimate goal: Heaven.
EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada de diario #33
Caminando con Tony
En una entrada anterior escribí que la experiencia sugiere que hay dos formas en que las personas entran al ocaso de sus vidas: Sus cuerpos se desgastan, mientras que sus mentes permanecen lúcidas; o sus mentes se desgastan mientras sus cuerpos permanecen fuertes y llenos de vigor. Dejaré a discreción de mis lectores cual opción les gustaría, aunque debo recordarles que en realidad no tenemos muchas opciones al respecto. Anteriormente relatamos el caso de una señora cuyo cuerpo estaba en forma, pero que había perdido su mente. En esta oportunidad está recordamos el caso de un señor cuya mente estaba lucida, pero que su cuerpo ya no le respondía adecuadamente.
Tony era bastante fastidioso, muy meticuloso y organizado a más no poder. Hoy llamaríamos a esta condición TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo). Cuando yo estaba recién llegado a mi parroquia, Tony todavía asistía a Misa los domingos, pero poco a poco dejó de asistir. Tiempo después se aparecía en la Rectoría todos los lunes para entregarme personalmente sus sobres de ofrenda de la semana, mientras yo me encargaba de recoger la colecta del fin de semana de las Cajas de Seguridad. Yo podía observar que poco a poco su cuerpo se iba deteriorando, y que hacía mucho esfuerzo por mantenerse de pie.
Tiempo después, ya no me entregabas sus sobres. Se presentaba en la Rectoría e insistía en entregárselos personalmente a una de las secretarias de la parroquia. Cada semana caminaba desde su apartamento hasta la Iglesia para hacer su entrega. Poco tiempo después este recorrido se le hacía más difícil, su cuerpo no le respondía, pero él insistía en hacer estas entregas personalmente.
Una mañana de verano, alguien tocó el timbre de la oficina de la rectoría. ¡Era Tony! Después de un cordial saludo, y en vista de que su secretaria favorita no estaba disponible, me extendió su mano débil y marchita y me entregó sus sobres dominicales. “Aquí está mi donación de la semana”, dijo. “Gracias, Tony”, respondí. “Agradecemos tu continuo apoyo a la parroquia”, y continué preguntándole: ¿Puedes llegar bien a casa?” Vivía a pocas cuadras de la iglesia; una caminata de diez minutos para una persona sin discapacidad. “Oh, claro”, respondió. Yo no estaba tan
seguro. Le deseé un buen día, pero dejé la puerta entre abierta para poder vigilarlo mientras bajaba los escalones de la oficina. Supe que le iba a costar mucho hacer esta maniobra y que tardaría mucho tiempo para lograr bajar los pocos escalones, así que me puse a realizar una pequeña diligencia mientras vigilaba la puerta.
Cuando volví la vista para ver si ya se había marchado, pensé que ya lo había hecho pues no se encontraba en la entrada. Cuando procedí a cerrar la puerta, vi un par de zapatos que sobresalían de entre los arbustos de al lado de los escalones. ¡Tony se había caído de las escaleras a los arbustos y se tambaleaba como una tortuga a la que unos muchachos traviesos le habían dado la vuelta! Su teléfono celular estaba en su pecho, pero no pudo operarlo debido a su situación. Le grité a mi secretaria que viniera a ayudar. Logramos sacarlo de los arbustos, aparentemente ileso. Insistí en que lo llevaríamos a casa en mi auto, pero se negó rotundamente. “Sería más difícil para mí subirme a su automóvil, es mejor que camine solo hasta mi casa”, afirmó.
Mi secretaria y yo decidimos acompañarlo a su casa. No íbamos a dejar que lo intentara solo. Fue una tortura, un recorrido que como máximo se hace en unos diez minutos, nos tomó al menos treinta minutos. Tony estuvo a punto de caerse varias veces durante el trayecto, pero al fin llegamos a su domicilio sano y salvo. Llamamos a su hijo, le informamos del incidente y regresamos a la rectoría en menos de cinco minutos. Poco después, Tony falleció. Su mente estaba tan lucida como la mejor, pero su cuerpo simplemente se rindió.
Dejo a discreción de mis lectores para que decidan qué tipo de vida durante su ocaso prefieren, recordándoles nuevamente que tendrán pocas opciones al respecto. Nuestro objetivo es aceptar las cartas que nos tocaron, y hacer lo mejor que podamos con ellas. Al hacerlo, nos toca hacer lo mejor que podamos para alcanzar la meta final: El cielo.