THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST
Diary Entry #45: Singing at Mass
In 1991 author and Catholic Church musician Thomas Day published a book entitled Why Catholics Can’t Sing. In it he proposed many explanations for why Catholics can’t, don’t, or won’t sing at Mass. It was a book very popular among Catholic musicians at the time.
Among other arguments, the author suggested that the reason Catholics could not sing had to do with the ethnic and cultural backgrounds of both clergy and laity, the fact that post-Vatican II music was so horrible that no one wished to participate in it apart from the band of aging hippies that “performed” it, that it was impossible for an untrained musician to “get a feel for how it was supposed to go”, and a host of others.
Having been a church musician for many years before my ordination to the priesthood, I have my own much simpler explanation. My first church “gig” was in a tiny rural Methodist church in the very rural south where I played old Southern Protestant hymns from an old Southern Protestant hymnal on an old Southern Protestant piano. In this church all the women sang with gusto. No men sang at all. Consequently, boys imitated their fathers and girls, their mothers.
While working this gig I attended an all-boys Catholic high school 10 miles down the road. We had an all-boys choir 50 or 60 strong. None of us had any reluctance to sing, so it did not seem to be “a guy thing”. Clearly, the primary reason that the men at the Methodist church did not sing was that they did not want to sing.
To explain why they did not want to sing, one would need to be a professional sociologist or psychiatrist which I am not. I must assume that Mr. Thomas Day is not either. These men were men’s men: farmers, sawmill operators, pulpwood cutters. Perhaps they thought it was “sissy’ to sing, but not one of them would have refrained from singing if he had desired to do so. Anyone who might have challenged a singin’ man’s manliness would have been invited outside to the back of the church where the outhouse stood for a contest; and I do not mean a singing contest. Perhaps someone should write a book entitled Why Some Methodist Men Don’t Sing.
Years later, as a priest, I attended the funeral of a Lutheran pastor’s wife. I was greeted by a large group of Lutheran ministers gathered to process into the church. As we walked from the school across the parking lot to the church, I could already hear the singing. Upon entering the church, I felt the desire to cover my ears, not because the singing was bad, but because it was so loud and so impressive. I had never experienced anything like that before. Absolutely everyone was singing. Obviously, they wanted to do so. Out of courtesy, I did not cover my ears, but think I lost some of my hearing capacity that morning.
Probably most Catholics have experienced that dreaded moment on a Sunday morning when the organist (or band leader) announces five minutes before Mass that, “We are going to practice a new song. Please open your hymnal to….” The Leader of Song mounts the pulpit and raises her arm on high like Moses parting the Red Sea. A stony silence is the response. Most Catholics do not come to Mass to learn new songs, nor to watch The Leader of Song raise her hand Moses-like in a gesture of power and majesty. They come to pray, or to fulfill their Sunday obligation, or to be in peace and quiet for an hour, or for all the above reasons. They do not come to be chastised for not singing and chided to do so. If they want to sing, they do. If they don’t, they don’t. (Often enough, we wish that they would not).
Allow me to present what I think is the decisive argument against trying to coerce, cajole, or shame Catholics into singing at Mass. Making music is an art. An art form requires training, often long and arduous years of it.
No one stands up in the pulpit in a Catholic church on Sunday morning, raises her hand, and says, “Light your blow torches and take out your pigments. We are going to make new stained-glass windows.” No one stands, arms uplifted and announces, “Get out your drawing tables, pencils, compasses, and protractors. We are going to design a new church building.” No one proclaims, “Put on your hard hat, strap on your tool belt, and mount your ladder. We are going to construct a new roof for the church building.”
Stained-glass window manufacturers are artists. Architects and engineers are artists. Construction workers are artists. Musicians are artists. I suggest that we let the artists do the art, and let the average person attend Mass and “participate” in the work of the artists interiorly, or spiritually, not actually. In doing so, the average Catholic will give glory to God as an average Catholic while the artists will give glory to God as artists. This seems impeccably simple and reasonable to me.
EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada de diario #45 Cantar Durante la Misa
En 1991, el autor y músico de la Iglesia católica Thomas Day publicó un libro titulado ¿Por qué los católicos no pueden cantar? En dicho libro, Day proporcionaba varias explicaciones por las cuales, según su criterio, los católicos no cantan, ya sea porque no pueden, o no quieren cantar durante la celebración de la Misa.
El libro de Thomas Day era muy popular entre los músicos católicos de la época. Entre otros argumentos, el autor sugirió que la razón por la que los católicos no podían cantar, tenía que ver con los antecedentes étnicos y culturales tanto del clero como de los laicos, y sugería que el hecho de que la música posterior al Vaticano II era tan horrible que nadie deseaba participar en ella, a no ser que fueran las bandas musicales de hippies envejecidos que se dedicaban a “tocar” y cuya música, para un músico sin el entrenamiento adecuado, y también para muchos más, era prácticamente imposible "tener una idea de cómo se suponía que debían entonarse dichos cantos.”
Habiendo sido músico de iglesia durante muchos años antes de mi ordenación al sacerdocio, yo tengo mi propia explicación mucho más simple: Mi primer “trabajo” en la iglesia fue en una pequeña iglesia metodista rural, muy rural, en el Sur de los Estados Unidos, donde interpreté antiguos Himnos Protestantes Sureños haciendo uso de un antiguo Himnario Protestante Sureño, y haciendo uso de un antiguo piano Protestante también, ¡también Sureño!
En esta iglesia todas las señoras y señoritas cantaban con entusiasmo, y definitivamente ningún hombre las acompañaba en el canto. En consecuencia, los niños varones imitaban a sus padres y las niñas a sus madres.
Al tiempo que yo prestaba mis servicios en esta iglesia, asistía a una escuela secundaria católica para varones a 10 millas de distancia. En mi escuela contábamos con un coro de 50 a 60 miembros, todos varones. Ninguno de nosotros se resistía a cantar, y no considerábamos nuestra participación como “una cosa de hombres.”
Estaba claro que la razón principal por la que los hombres de la iglesia metodista no cantaban era porque no querían cantar. Para explicar por qué no lo hacían, habría que ser sociólogo o psiquiatra de profesión, y yo no lo soy. Debo suponer que el Sr. Thomas Day tampoco lo es.
Estos hombres eran hombres rudos y toscos acostumbrados a trabajos pesados; eran agricultores, operadores de aserraderos, taladores de árboles, etc. A lo mejor pensaban que cantar en la iglesia era “cosa de mujeres” y que para ellos esto los tacharía de “afeminados”.
Sin embargo, nadie les impedía cantar, no lo hacían porque no querían. Pero si alguien hubiera dudado de su masculinidad al hacerlo, con toda seguridad que se le hubieran retado a salir de la iglesia, en la parte de atrás del edificio, cerca del retrete, en donde para demostrar su hombría, “ajustarían cuentas”, y no precisamente como participantes de un concurso de canto. Quizás alguien debería escribir un libro titulado Por qué Algunos Hombres Metodistas no Cantan.
Años más tarde, ya como sacerdote, asistí al funeral de la esposa de un pastor luterano. Fui recibido por un gran grupo de ministros luteranos reunidos para entrar en procesión a la iglesia. Mientras caminábamos desde la escuela a través del estacionamiento hacia la iglesia, ya podía escuchar el canto. Al entrar a la iglesia, sentí el deseo de taparme los oídos, no porque el canto fuera malo, sino porque era tan fuerte y ensordecedor. Nunca antes había experimentado algo así. Todo mundo cantaba, obviamente que desean hacerlo. Yo por cortesía, no me tapé los oídos, pero creo que esa mañana, perdí parte de mi capacidad auditiva.
Probablemente la mayoría de los católicos han experimentado ese angustioso momento un domingo por la mañana cuando el organista (o el líder de la banda) anuncia cinco minutos antes de la Misa que “Vamos a practicar un nuevo canto.” “Por favor abran su libro de cantos en la pagina…” El Líder sube al púlpito y levanta su brazo en alto tal como lo hizo Moisés al dividir las aguas del Mar Rojo. Un silencio sepulcral es la respuesta. La mayoría de los católicos no vienen a Misa para aprender nuevos cantos, ni para ver al Líder de los Cantos levantar la mano como Moisés en un gesto de poder y majestad. Vienen a orar, a cumplir con su obligación dominical, o estar en paz y quietud por una hora, o por todas las razones anteriores. No vienen para ser castigados por no cantar y reprendidos por hacerlo. Si quieren cantar, lo hacen, y si no quieren no cantan. (A menudo es mejor que no lo hagan).
Permítanme presentar lo que creo que es el argumento decisivo en contra de tratar de coaccionar, engatusar o avergonzar a los católicos para que canten en Misa. Hacer música es un arte. Una forma de arte requiere entrenamiento, a menudo largos y arduos años. Nadie se para en el púlpito de una iglesia católica el domingo por la mañana, levanta la mano y dice: “Enciendan sus sopletes y saquen sus pigmentos. Vamos a hacer nuevos vitrales”. Nadie se pone de pie, levanta los brazos y anuncia: “Saquen sus mesas de dibujo, lápices, compases y transportadores. Vamos a diseñar un nuevo edificio para la iglesia”. Nadie proclama: “Ponte el casco, ponte el cinturón de herramientas y súbete a la escalera. Vamos a construir un nuevo techo para el edificio de la iglesia”. Los fabricantes de vidrieras son artistas. Los arquitectos y los ingenieros son artistas. Los trabajadores de la construcción son artistas. Los músicos son artistas. Sugiero que dejemos que los artistas hagan el arte, y que la persona promedio asista a Misa y “participe” en el trabajo de los artistas interiormente, o espiritualmente. Al hacerlo, el católico promedio dará gloria a Dios como católico promedio, mientras que los artistas darán gloria a Dios como artistas. Esto me parece impecablemente simple y razonable.