In honor of the Feast of the Annunciation (March 25th) we turn our attention to the Catechism of the Catholic Church’s commentary on the “Hail, Mary” (See CCC 2676).
This twofold movement of prayer to Mary has found a privileged expression in the Ave Maria: Hail, Mary full of grace the Lord is with thee. Blessed art thou among women, and blessed is the fruit of thy womb, Jesus. Holy Mary, Mother of God, pray for us sinners now, and at the hour of our death. Amen. “Hail, Mary” (Luke 1:28) are the words of greeting of the angel Gabriel at the Annunciation, when he announces to her that she will be the mother of the Savior. It is God Himself who, through His angel as intermediary, greets Mary. Our prayer dares to take up this greeting to Mary with the regard God had for the lowliness of his humble servant and to exult in the joy he finds in her. “Full of grace, the Lord is with thee” (Luke 1:28): These two phrases of the angel's greeting shed light on one another. Mary is full of grace because the Lord is with her. The grace with which she is filled is the presence of Him who is the source of all grace. Full of grace, Mary is wholly given over to Him who has come to dwell in her and whom she is about to give to the world. "Rejoice . . . O Daughter of Jerusalem . . . the Lord your God is in your midst." Mary, in whom the Lord himself has just made his dwelling, is the daughter of Zion in person, the ark of the covenant, the place where the glory of the Lord dwells. She is "the dwelling of God . . . with men." Full of grace, Mary is wholly given over to him who has come to dwell in her and whom she is about to give to the world. “Blessed art thou among women and blessed is the fruit of thy womb, Jesus” (Luke 1:42): After the angel’s greeting, we make Elizabeth’s greeting our own. "Filled with the Holy Spirit," Elizabeth is the first in the long succession of generations who have called Mary "blessed." "Blessed is she who believed...." Mary is "blessed among women" because she believed in the fulfillment of the Lord's word. Abraham. because of his faith, became a blessing for all the nations of the earth.35 Mary, because of her faith, became the mother of believers, through whom all nations of the earth receive Him who is God’s own blessing: Jesus, the fruit of thy womb. “Holy Mary, Mother of God”: With Elizabeth we marvel, “And why is it that the mother of my Lord should come to me?” (Luke 1:43). Because she gives us Jesus her son, Mary is the Mother of God and our mother; we can entrust all our cares and petitions to her: she prays for us as she prayed for herself: “Let it be done to me according to thy word.” By entrusting ourselves to her prayer, we abandon ourselves to the will of God together with her: “Thy will be done”. “Pray for us sinners, now and at the hour of our death”: By asking Mary to pray for us, we acknowledge ourselves to be poor sinners and we address ourselves to the “Mother of Mercy,” the All-Holy One. We give ourselves over to her now, in the “today” of our lives. And our trust broadens further, already at the present moment, to surrender "the hour of our death" wholly to her care. May she be there as she was at her son’s death on the Cross. May she welcome us as our mother at the hour of our passing, to lead us to her son Jesus in Paradise. Medieval piety in the West developed the prayer of the rosary as a popular substitute for the Liturgy of the Hours. In the East, the litany called the Akathistos and the Paraclesis remained closer to the choral office in the Byzantine churches, while the Armenian, Coptic, and Syriac traditions preferred popular hymns and songs to the Mother of God. But in the Ave Maria, the theotokia, the hymns of St. Ephrem or St. Gregory of Narek, the tradition of prayer is basically the same. Mary is the perfect Orans (prayer), a figure of the Church. When we pray to her, we are adhering with her to the plan of the Father, who sends his Son to save all men. Like the beloved disciple we welcome Jesus' mother into our homes,39 for she has become the mother of all the living. We can pray with and to her. the prayer of the Church is sustained by the prayer of Mary and united with it in hope. |
En honor a la Festividad de La Anunciación (marzo 25), volvemos nuestra atención al Catecismo de la Iglesia Católica y al comentario sobre el “Dios te Salve María” (ver Catecismo No. 2676)
Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Avemaría: Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, , pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amen. “Dios te salve, María (Alégrate, María)”. La salutación del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo que Dios encuentra en ella (cf So 3, 17) “Llena de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de toda gracia. “Alégrate [...] Hija de Jerusalén [...] el Señor está en medio de ti” (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3). “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que entregará al mundo. “Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. “Llena [...] del Espíritu Santo” (Lc 1, 41), Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María (cf. Lc 1, 48): “Bienaventurada la que ha creído... ” (Lc 1, 45): María es “bendita [... ]entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra” (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre. “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... ” Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”. “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Toda Santa. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso. La piedad medieval de Occidente desarrolló la oración del Rosario, en sustitución popular de la Oración de las Horas. En Oriente, la forma litánica del Acáthistos y de la Paráclisis se ha conservado más cerca del oficio coral en las Iglesias bizantinas, mientras que las tradiciones armenia, copta y siríaca han preferido los himnos y los cánticos populares a la Madre de Dios. Pero en el Avemaría, los theotokía, los himnos de San Efrén o de San Gregorio de Narek, la tradición de la oración es fundamentalmente la misma. María es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres. Como el discípulo amado, acogemos en nuestra intimidad (cf Jn 19, 27) a la Madre de Jesús, que se ha convertido en la Madre de todos los vivientes. Podemos orar con ella y orarle a ella. La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María. Y con ella está unida en la esperanza (cf LG 68-69). |