THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #14 – EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #14

Diary Entry # 14 Cats

One of my favorite short stories of Ernest Hemingway is The Short Happy Life of Francis Macomber.  In it, Francis (the protagonist) is on safari in Africa.  His guide sets him up to hunt a big cat (lion), but, at the crucial moment, Francis loses his nerve and runs.  The guide saves his life by killing the cat at great risk to his own because of Francis’ cowardice.  Francis later redeems himself, but I don’t want to spoil the story for you if you have not read it.  If you have not read it, read it. (I love the English language!). What follows is the inner-city parish priest’s version of an African safari.

Most of us think of cats as cute little creatures that offer companionship to those who are lonely, or experience in the art of nurturing to children.  Sometimes, they are just employed to hunt mice.  Cats are not like dogs.  Dogs are more faithful and personable, though they can be vicious, especially if they are small. (Napoleon complex, the experts call it.).  Cats can be aloof and distant while taking full advantage of their owner’s largesse. They come and go as they please.  When I was a child in the rural south a stray cat showed up at our farm one day.  We took pity on it, fed it, and tried to befriend it.  It would not let anyone near it.  It stuck around for a time, eating our food, and sleeping on top of an old refrigerator parked on the back porch of our house.  It would stay for a while, disappear for months, and return to enjoy our beneficence.  One day it disappeared forever.  Such is the nature of cats.

One morning I went to open the church and prepare for the early Mass.  I immediately noticed a pungent, most unpleasant odor which I was unable to identify.  A parishioner arrived and proceeded to inform me that there was a terrible odor in the church.  “Thanks for informing me”, I said.  “Do you know what it is?”  “It’s cat urine.”, he replied.  Just so, the inner-city safari commenced.

For days the maintenance man and I pursued the cat.  We stalked him through the darkest recesses of the old, musty, cathedral church.  We knew he was there.  We could smell him.  We could sense his presence.  We could feel him watching us, but we never saw him.  He may as well have been a chimera, or phantasm.  We scoured the basement, poking through piles of old church stuff, and peering hesitantly behind pillars and pipes.  All to no avail.  We plugged various access points between the basement and the upper church with towels thinking that the creature was living in the basement by day and roaming the upper church by night to hunt and urinate.  He must have kept hydrated from the baptismal font.  We searched the bell tower, the confessionals, the bathrooms.  All without success.  Finally, the beast was sighted in one of the sacristy vestment closets.  The maintenance man gave chase, but at the sight of him, the cat vanished like a ghost, seemingly into thin air.  We were at our wit’s end.  The cat had played with us as he would have a mouse.

Finally, with our pride in tatters, we lit on the idea of a live-catch trap. Into said trap we placed an open can of very smelly sardines, almost as smelly as the cat’s urine.  We set the trap in the closet where the cat had been seen last.  We went home for dinner.

Within an hour we returned.  We had him.  The feral creature, caught in the live-catch trap, stared at us through the wire of the cage, pacing passively and aggressively, half happy to have been delivered from his odyssey, half angry that he had been seduced by a can of stinking sardines.  I don’t remember where we took him, but I am certain we treated him with the respect he deserved.  He had been an admirably noble quarry. He had provided us with fine sport and divertissement for which, otherwise, we would not have made the time.  It had been a short, happy week for us.  I hope it had been for the cat.

All things bright and beautiful; All creatures great and small; All things wise and wonderful; the Lord God made them all.  (Cecil Frances Alexander, Hymns for Little Children, 1848).

 

 

DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO

Entrada de diario #14: Gatos

 

Uno de mis cuentos favoritos de Ernest Hemingway es La Breve y Feliz Vida de Francis Macomber. En este relato, Francis (el protagonista) está de safari en África. Su guía lo prepara para cazar un gran felino (león), pero, en el momento crucial, Francis se acobarda y sale corriendo. El guía le salva la vida sacrificando al león con gran riesgo para su propia vida por causa de la cobardía de Francis. Francis luego se redime, pero no quiero estropearles la historia si no la han leído. Si no lo han hecho, léanla, se la recomiendo.  A continuación les relato la versión de un “safari africano” del párroco urbano.  Le llamaremos “Safari en los Predios de la Iglesia.

Cuando pensamos en gatos, la mayoría de nosotros imaginamos animalitos pequeños y encantadores que ofrecen compañía a los que se sienten solos o desean volcar en estos felinos sus instintos maternales o paternales.  Sin embargo en algunas ocasiones el único fin de tenerlos en casa es para que eliminen a los fastidiosos ratones.  Cabe aclarar que los gatos no son como los perros, estos últimos son más fieles y afectuosos, aunque en algunos casos pueden ser agresivos, especialmente los pequeños, (que como dicen los expertos, tienen el “Complejo Napoleónico”).  Los gatos por el contrario, pueden ser distantes y misteriosos, al tiempo que aprovechan al máximo la generosidad de su dueño, y van y vienen como les place.

Cuando era niño en la zona rural del Sur de los Estados Unidos donde vivía, un gato callejero apareció un día en nuestra granja. Nos compadecimos de él, lo alimentamos y tratamos de hacernos sus amigos, pero era muy arisco, no dejaba que nadie se le acercara. Se quedó con nosotros por un tiempo, aprovechándose de nuestra generosidad, comiendo nuestra comida y durmiendo encima de un viejo refrigerador que estaba en la parte trasera de nuestra casa.  De vez en cuando se aparecía y se quedaba por un tiempo y disfrutaba de nuestra nobleza pero luego desaparecía por meses.  Un día desapareció para siempre, tal es la naturaleza de los gatos.

Volviendo a mi vida de párroco urbano, una mañana al abrir la iglesia y prepararme para la Misa matutina, de inmediato percibí un olor rancio y muy desagradable que no pude identificar.  Poco tiempo después, llegó un feligrés y procedió a informarme que había un olor horrible en la iglesia. “Gracias por informarme”, dije. "¿Sabes lo que es?" le pregunté.  “Es orina de gato”, respondió.  Y justo en ese momento dio inicio nuestro safari, no en África, sino en nuestra iglesia catedral del centro de la ciudad.

Durante días, el encargado de mantenimiento y yo rastreamos al gato. Lo buscamos en los rincones más oscuros de la vieja y mohosa iglesia catedral.  ¡Sabíamos que estaba allí!  ¡Podíamos olerlo! ¡Sentíamos su presencia!  Podíamos sentirlo mirándonos, pero nunca lo vimos. Bien podría haber sido un espejismo o un fantasma. Recorrimos el sótano, escudriñando entre el rimero de objetos viejos de la iglesia y observando titubeantes detrás de columnas y tuberías. Todo fue en vano.  Procedimos a cubrir varios puntos de acceso entre el sótano y la iglesia superior con toallas, pensando que el causante de nuestro malestar, vivía en el sótano durante el día y deambulaba por la iglesia superior durante la noche para cazar y orinar.

Me imagino que saciaba su sed en la Pila Bautismal.  Continuamos con nuestra búsqueda, en el campanario, en los confesionarios, en los baños. Todo sin éxito. Finalmente, la bestia fue vista en uno de los armarios de la sacristía entre las vestimentas de los sacerdotes.  El encargado de mantenimiento lo persiguió, pero al verlo, el gato desapareció, y como un fantasma, se esfumó en el aire.  Nos encontrábamos al final de nuestras fuerzas y bastante desalentados, este gato jugaba con nosotros como lo haría con un ratón.

Finalmente, con nuestro orgullo herido, se nos ocurrió la idea de una trampa para atrapar animales vivos. En dicha trampa colocamos una lata abierta de sardinas con un olor tan nauseabundo, y casi tan fétido  como la orina del gato. Colocamos la trampa en el armario donde se había visto al gato por última vez, y nos fuimos a casa a cenar.

Una hora después regresamos. ¡Lo atrapamos!  Se encontraba dentro de la jaula que habíamos puesto y nos miraba a través de los alambres, paseándose a ratos de forma pasiva y a ratos de forma agresiva.  Pienso que por una parte, estaba contento porque al fin había terminado su odisea, pero al mismo tiempo bastante molesto porque había sido seducido por una pinche lata de sardinas que apestaban.  No recuerdo adónde lo llevamos, pero estoy seguro de que lo tratamos con el respeto que se merecía. Había sido una presa admirablemente noble.  Agradecimos que nos proporcionó no solo un bonito deporte sino también una etapa bastante divertida.

Después de nuestro “safari urbano” la semana se nos hizo más “Breve y Feliz”.  Espero que también para el gato haya sido una bonita experiencia.

 

Todas las cosas brillantes y hermosas; todas las criaturas grandes y pequeñas; todas las cosas sabias y maravillosas; el Señor Dios los hizo a todos. (Cecil Frances Alexander, Himnos para niños pequeños, 1848).

 

 

 

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