THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #21 – EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #21

Diary Entry #21: Tabernacle to the center

This is one of my favorite stories.  Every word is true, as it is in all my stories.  At my first assignment, in the early years of the Third Millennium, I was stationed at a typically “Vatican II” parish.  Once, everyone knew what that meant.  Today, it is more difficult to explain “Vatican II” to younger people because they know nothing of it.  That is a good thing.  They merely experience its effects should they happen to attend Mass on Sundays.  Very few of them do.  Older Catholics remember the radical changes to the Mass and Catholic church buildings that took place in the wake of “Vatican II”.

One of the “changes” that “Vatican II” is supposed to have ordered (and did not) was that the tabernacle in which the Blessed Sacrament is reserved in every Catholic church be moved from the center of the church to some other location such as a side altar, or a “chapel of reservation”.   Once upon a time, every Catholic church had its tabernacle in the center.  The faithful entered the church, genuflected to the Lord present there, and went about their business.  It was a no-brainer.  The Lord is the center of the universe and the center of the Church.  Before 1970, every Catholic church was architecturally designed to focus the worshipper’s attention to the center of the building, to the Lord.  After Vatican II, virtually every parish had moved its tabernacle to a subordinate place away from the center, thus completely disorienting (quite literally) the congregation and the priest.  The priest was situated in the place of honor in the center of the church where the Blessed Sacrament had once been reserved.  He pontificated and told his bad jokes from the place that the Lord had once occupied.  Now, all those priests are dead or gone.  The Lord is still here.  It is practically impossible for young people today to comprehend the battles we traditional Catholic priests fought after the Second Vatican Council.  None of it ever made any sense and none of it ever will.  During my 21 years of priesthood there has been an ongoing battle to restore the Lord, present in the Blessed Sacrament, reserved in the tabernacle, to His place in center of the church.  The situation forced upon me when I was first ordained was this: to sit like a potentate in the place where the Lord once had been, and where the altar of sacrifice once had been, while He, the Lord of the universe, was cast to the side. This arrangement was always most uncomfortable for me; sitting in the place of honor while He had been relegated to the side.  It was a long and arduous odyssey which brought me to the moment I am about to relate.

My pastor went on vacation.  When the cat is away, the mice will play.  Knowing an opportunity was in the making, I called a carpenter friend and asked him to build a wooden altar to exact specifications, such that said altar, reduced to parts, could fit through the door of my bedroom in the rectory.  I intended the altar to be put in the center of the church, the tabernacle to be placed on it, and the “presider’s” chair to be removed to the side of the sanctuary.  All of this was to be accomplished under the cover of darkness.  No one would know but the carpenter and I.  If the pastor returned home and shot down the idea, had me shipped off to an internment camp for my “traditionalism”, or perhaps even have subjected me to a frontal lobotomy to “re-arrange” my thinking about Catholicism, at least I would have been left with a fine altar on which to offer the Sacrifice of the Mass in my bedroom.  I judged it to be worth the gamble.

 

The pastor returned.  The scene had been set.  I invited him to the church to see my “renovation”. The tabernacle was gloriously installed in the center of the church behind the table altar, under the Crucifix, on the beautiful new altar which the carpenter had crafted to my specifications.  The “presider’s” chair had been moved to the side of the sanctuary.  When I led the pastor into the church and turned on the lights, he was silent.  I explained, “It can all be undone in five minutes.  No one has seen it but the carpenter and I.  The altar will fit in my bedroom, and no one will ever know the difference”.  He remained silent.  I could see by the set of his jaw that he was angry at my blatant insubordination.  I had overstepped my bounds.  I waited.  More silence.  Finally, he said, “It’s right.  It’s just right.”

And that is how the Lord of the universe was restored to the center of His church at the parish of my first assignment.  May the same thing happen in every Catholic church on the face of the planet.  You cannot make this stuff up.  May God have mercy on us all, despite our pride and foolishness.

 

Entrada del diario #21 

Tabernáculo al Centro 

Esta es una de mis historias favoritas. Todo lo que aquí expreso es verídico, al igual que lo expresado en todas mis historias. En mi primera asignación, en los primeros años del Tercer Milenio, estaba destinado a una parroquia típica del “Concilio Vaticano II”. En el pasado, todos sabían lo que esto significaba. Hoy es más difícil explicar dicho Concilio a los jóvenes porque no tienen conocimiento del mismo. Esto es hasta cierto punto, bueno porque la verdad, solo experimentan sus efectos si asisten a Misa los domingos, y desgraciadamente muy pocos lo hacen. Sin embargo, los católicos mayores sí recuerdan los cambios radicales que ocurrieron tanto en la celebración de la Misa como en los templos católicos.

Uno de los “cambios” que se supone fue ordenado por el Concilio “Vaticano II” (y que en realidad, no lo fue) era que el tabernáculo en el que se reserva el Santísimo Sacramento en cada iglesia católica se trasladara del centro de la iglesia a algún otro de segunda importancia, como un altar lateral, o una “capilla de reserva”. En el pasado, cada iglesia católica tenía su tabernáculo en el centro. Los fieles entraban a la iglesia, hacían una genuflexión frente al Señor allí presente y seguían su camino rumbo a sus actividades. Era obvio que el Señor, que es el centro del universo se encontrara en el centro de la Iglesia. Antes de 1970, cada iglesia católica estaba diseñada arquitectónicamente para enfocar la atención del adorador hacia el centro, donde se encontraba el Señor.

Después del Concilio Vaticano II, prácticamente todas las parroquias habían trasladado el tabernáculo lejos del centro, desorientando (literalmente) por completo a la congregación y al sacerdote. El sacerdote estaba situado en el lugar de honor, en el centro de la iglesia, el lugar en donde una vez estuvo reservado para el Santísimo Sacramento. Desde allí, el sacerdote celebra actos litúrgicos y cuenta sus chistes de mal gusto, precisamente en el lugar que una vez ocupó el Señor. En la actualidad, la mayoría de estos sacerdotes o han fallecido o se han ido, pero el Señor sigue allí. Para los jóvenes, hoy en día es difícil comprender las batallas que tuvimos que librar los sacerdotes católicos tradicionales después del Concilio Vaticano II.

Para nosotros los sacerdotes tradicionales, nada de esto tenía sentido entonces, así como tampoco lo tiene ahora. Durante mis 21 años de sacerdocio he luchado intensamente

para que el Señor, presente en el Santísimo Sacramento, regrese a su lugar de honor, el centro del altar. Al ser ordenado sacerdote, fui obligado a sentarme como un potentado en el lugar de honor de nuestro Señor, el lugar en donde una vez había estado el altar del Sacrificio, mientras el Dios del Universo era relegado a un lado. Esta situación fue siempre muy desagradable para mi, y me decía a mi mismo que ¿como era posible que yo ocupara el lugar de honor del Señor mientras Él era relegado a un lado? Y fue esta situación la que me llevó a llevar a cabo la ardua odisea que a continuación voy a relatarles.

Mi párroco se fue de vacaciones, y como dice el dicho: “Cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta”. Dándome cuenta que se me presentaba una buena oportunidad, llamé a un amigo carpintero y le pedí que construyera un altar de madera con las especificaciones exactas, de modo que dicho altar, con piezas desmontables pudieran pasar por la puerta de mi dormitorio en la rectoría si fuera necesario. Tenía la intención de poner el altar en el centro de la iglesia, y sobre el, colocar el tabernáculo, y hacer a un lado la silla del “presidente”. Todo esto debía llevarse a cabo en secreto, sin que nadie lo supiera excepto el carpintero y yo. Pensé que cuando el párroco regresara y rechazara la idea, probablemente me recluiría en un campamento "tradicionalista", o tal vez incluso me sometería a una lobotomía frontal para "reorganizar" mi cerebro y cambiar mis pensamiento sobre el catolicismo, pero pensé que si esto sucedía, al menos yo quedaría con un bonito altar para ofrecer el Sacrificio de la Misa en mi dormitorio. Consideré que valía la pena arriesgarse.

El párroco regresó de sus vacaciones. La escena estaba preparada. Lo invité a la iglesia para ver mi “renovación”. El tabernáculo se instaló gloriosamente en el centro de la iglesia detrás del altar de la mesa, debajo del Crucifijo, en el hermoso altar nuevo que el carpintero había diseñado según mis especificaciones. La silla del “presidente” había sido trasladada al lado del santuario. Cuando llevé al párroco a la iglesia y encendí las luces, éste se quedo en silencio observando mi obra maestra. Al ver la expresión de su rostro, le expliqué: “Todo se puede deshacer en cinco minutos, es desmontable” “Nadie lo ha visto excepto el carpintero y yo. “Puedo poner el altar en mi dormitorio, y nadie notará nunca la diferencia”. Permaneció en silencio. Pude ver por el movimiento de su mandíbula que estaba bastante contrariado por mi flagrante insubordinación. Yo había sobrepasado mis límites. Esperé… Más silencio… Finalmente, dijo: “Está bien”, “Está muy bien”.

Y así fue como el Señor del universo fue restaurado al centro de Su iglesia en la parroquia de mi primera asignación. Que lo mismo suceda en cada iglesia católica sobre la faz del planeta. Esta es la realidad que vivimos, no estamos inventando nada. Que Dios tenga misericordia de todos nosotros, a pesar de nuestro orgullo e insensatez.

 

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