Diary Entry #42: The Guy Who Stole My Newspaper
I had been the new pastor of an inner-city parish for a few months. I enjoyed the fact that the previous pastor had taken a subscription to the local newspaper. While a newspaper subscription costs relatively little, it does cost something. I had never taken one at previous parishes in the interest of cutting every possible unnecessary expenditure from the budget.
Experience has shown me that meticulously saving pennies can keep poor inner-city parishes open for business while others, perhaps not so frugal, spiral into debt, merge, and close. Nevertheless, I was happy to enjoy the largesse (i.e., the newspaper subscription) of the previous pastor of my new parish as along as it might last. I looked forward to the daily delivery. Occasionally, the newspaper did not appear on the sidewalk in front of the rectory. I presumed the problem was the delivery person. The situation kindled an old memory:
When I was a boy of 9 or 10 (years ago in a suburb of a very large Midwestern city far, far away) I was a paperboy. At that time, and in that place, that meant that I got up very early in the morning, found my pile of papers on the back porch of my house (having been delivered to me by a guy in a truck from Newspaper Headquarters), stuffed them with advertisements, rolled them, and bound them with a rubber band before heading out on my bicycle to deliver them throughout my neighborhood.
This was done winter, spring, summer, and fall every day, despite the weather conditions. If there was too much snow through which to peddle my bike, I walked with my bag of papers over my shoulder. All of this was done before going to school. My customers received their paper on time, every day. The situation I am about to describe would never have happened there, and then.
One day, the newspaper stopped being delivered to my inner-city parish altogether, or so I thought. I received a telephone call from Newspaper Headquarters informing me that my subscription would soon expire. I explained that I had not received the paper for some time, and that perhaps there was a problem with the delivery. Headquarters assured me that they would look into it. They did. There was no delivery glitch. This caused me to become suspicious.
I knew the time at which the paper generally had been delivered to my rectory before its arrival became sporadic, then stopped altogether. I began to keep an eye on the property at delivery time to see what I might see. One day, as I was peeking through the blinds from a second story window, I spotted my paper just where it should have been. I made my way happily through the house to retrieve it, satisfied that things, for whatever reason, were back to normal.
When I opened the front door to retrieve my paper, it was gone. Now, I was more than not happy. I planned a sting operation. I knew the what, when, and where; but not the who and how. Every good newspaperman knows that any story, in order to be fit to print, must include these five details. I knew that my paper was being delivered, on time, on the front sidewalk. I knew that someone was removing it, but did not know who, nor how.
The next morning, I went out earlier than delivery time, concealed myself in such a way that I could see, but not be seen, and waited. The paper arrived on the sidewalk. The bait was out, the trap was set. Along came a pleasant looking fellow who, as he walked by whistling a happy tune, bent down, scooped up my paper, stuck it in his back packet, and walked on as nonchalantly as a schoolboy who had just picked a dandelion for his sweetheart. He did not even hesitate to ascertain that no one watching. Apparently, he had become accustomed to helping himself to my paper.
I sprang into action from my hiding place. “Hey”, I shouted angrily, “that’s my paper! Give me that newspaper!” He walked straight toward me saying nothing, smiled, took the paper from his back pocket, handed it to me, and preceded on his way without a word. I called after him, “Please, don’t take my paper anymore!” He did not look back, did not apologize, nor respond in any way. I suppose that I should be happy that I was not shot, stabbed, thrown under a city bus, or mugged by my paper-thief neighbor.
Satisfied that I had cracked the case, I returned to the enjoyment of reading my daily paper. It seemed that my interloper had desisted. I know, that he knew, that I was a priest; that was obvious from my attire, and from the fact that he was stealing the paper from the front step of a very large Catholic church. I don’t know whether he considered himself a criminal or a sinner; either, or both. He did not seem embarrassed by the fact that I had caught him in the very act of stealing my paper. Perhaps he later repented and confessed his sin. I do not know. I never saw him again. The subscription expired a few days later. I did not bother to renew it. It did not seem worth the effort.
EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada de diario #42
El Tipo que se Robaba mi Periódico
Solo llevaba dos meses en mi nueva asignación de nuevo párroco de una iglesia urbana, y me llenó de alegría saber que el párroco anterior tenía una suscripción al periódico local. Disfruté el hecho que a mi llegada dicha suscripción todavía estaba vigente, así es que a diario gozaba leyendo el diario mientras se vencía la suscripción.
Si bien es cierto que el costo de la suscripción a un periódico local cuesta relativamente poco, no deja de ser un costo. En mis asignaciones
anteriores nunca me había suscrito al periódico local con el fin de mantener el presupuesto de la parroquia lo más reducido posible, evitando gastos innecesarios.
La experiencia me ha demostrado que ahorrar meticulosamente cada centavo que entra en las arcas de la parroquia puede mantenernos funcionando, aun en parroquias urbanas de escasos recursos económicos. He sido testigo de otras parroquias urbanas quizás no tan pobres, ni tan asteras, que se endeudan y no pueden cumplir con sus compromisos económicos obligándolas a fusionarse y al final muchas veces tienen que cerrar sus puertas. Llevando la economía de la Iglesia de forma austera y evitando gastos innecesarios, es muy prudente para mantener las puertas abiertas de las parroquias.
Sin embargo, estaba feliz de disfrutar de la generosidad del párroco anterior (es decir, la suscripción al periódico) y pensaba disfrutarla mientras durara. Todos los días esperaba con ansias la entrega diaria. De vez en cuando, el periódico no aparecía en la acera frente a la rectoría. Supuse que el problema era el repartidor. La situación me hizo recordar situaciones de mi juventud.
Cuando era un niño de 9 o 10 años vivía en un suburbio de una ciudad bastante grande en el Oeste medio de los Estados Unidos. Tenía un trabajo de repartidor de periódicos. Eso significaba que tenía que madrugar para dar inicio a mi tarea. De la sede del Periódico para el cual trabajaba, enviaban diariamente los periódicos junto con todos los anuncios y los dejaban en la parte de atrás de mi casa. Mi trabajo consistía en introducir los anuncios en cada periódico, enrollarlos y atarlos con una goma elástica. Acto seguido cargaba los periódicos y salía en mi bicicleta para hacer las entregas por todo el vecindario
Este era mi trabajo durante todo el año, invierno, verano, primavera y otoño, y no importaban las condiciones climáticas que enfrentaba. Si había demasiada nieve para pedalear con mi bicicleta, me ponía al hombro mi bolsón lleno de periódicos y los repartía religiosamente. Mis clientes recibían su periódico todos los días sin faltar un solo día.
Realizaba este trabajo antes de irme a la escuela. La situación que estoy a punto de narrarles nunca hubiera ocurrido mientras yo estaba a cargo de esta actividad.
Volviendo a mi historia. Un día, el periódico dejó de llegar a mi parroquia. Pensé que la suscripción había expirado, pero unos días después recibí una llamada de la sede del periódico informándome que mi suscripción vencería pronto. Le expliqué a mi interlocutor que hacía tiempos que no recibía el periódico, y que a lo mejor había algún problema con la entrega. La sede me aseguró que lo investigarían y así lo hicieron. Me informaron que no había ninguna falla en la entrega, esto me “dio una mala espina”. Sabía la hora en la que generalmente se hacia la entrega en la rectoría, y decidí estar listo para recoger mi diario. Desde una ventana del segundo me dispuse a observar, y dicho y hecho, llegó el periódico y rápidamente me deslicé por las escaleras para ir a recogerlo, pero al abrir la puerta, ¡el periódico ya no estaba allí! Esto me puso de muy mal humor, pues era obvio que alguien se estaba robando mi periódico, y decidí averiguar.
Yo sabía que todo buen periodista debe hacerse cinco preguntas con el fin de que su historia sea veraz. Intentaba usar este método para descubrir al ladrón. Sabía QUE me robaron, CUANDO me lo robaron, DONDE me lo robaron, solo me faltaba averiguar QUIEN me lo robó y COMO me lo robó, así es que decidí ponerle una trampa al malhechor.
A la mañana siguiente, salí antes de la hora de entrega, me escondí para no ser visto y esperé que el periódico llegara a la acera. La trampa estaba tendida, solo esperaba que el ladrón mordiera el cebo. De pronto apareció un tipo de aspecto agradable que, mientras caminaba silbando una alegre melodía, se inclinó, recogió mi periódico, lo metió en su mochila y siguió caminando con la misma tranquilidad con la que lo haría un estudiante que acaba de recoger una flor para su novia.
Ni siquiera se molestó en asegurarse de que nadie lo viera. Aparentemente, ya estaba acostumbrado a robarse mi periódico. Salté desde mi escondite y lo enfrenté: “Oye”, le grité enojado, “¡ese es mi periódico! ¡Devuélvemelo inmediatamente! Caminó directamente hacia mí sin decir nada, sonrió, sacó el periódico de su mochila, me lo entregó y siguió su camino sin decir una sola palabra. Lo llamé: “¡Por favor”, le
dije “No vuelvas a robarte mi periódico”. El continuó caminando tranquilamente sin volver la mirada, no se inmutó, ni se disculpó, ni dijo absolutamente nada.
Supongo que yo debería estar agradecido porque este ladrón no sacó una pistola, o un puñal, o trató de tirarme debajo de un autobús, y tampoco trató de asaltarme.
En fin, satisfecho de haber resuelto el caso, volví a disfrutar de la lectura de mi diario. Parecía que mi intruso había desistido. Sé que él sabía que yo era sacerdote; eso era obvio por mi atuendo y por el hecho de que estaba robando el periódico del escalón de entrada de una iglesia católica muy grande. No sé si se consideraría un criminal o un pecador, o las dos cosas. No parecía avergonzado por el hecho de que lo había atrapado “con las manos en la masa”. Quizás más tarde se arrepintió y confesó su pecado. No lo sé. Nunca lo volví a ver. La suscripción expiró unos días después. No me molesté en renovarla. No me parecía que valía la pena el esfuerzo.