THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST
Diary Entry #50 NICK
Very early on in my priesthood I was assigned to a large suburban parish situated on a beautiful piece of property with a very large parking lot. This parking lot would prove to be, for me and many of my younger parishioners, a place where fond memories were created.
For example, I remember that every summer for years we had a carnival with rides. The kids would beg me ride the rides with them. By that point in my life, I was no longer thrilled by being spun around in circles and turned upside down by large, clamorous, exhaust fume-belching machines. But, as every father knows, one does that which one must do. The kids loved it.
One night, during a huge snowstorm, a lone car sped off the road into the empty parking lot and commenced “doing doughnuts” in the snow. I imagined it was some high school kid trying to experience what it means to be a racecar driver. It was. He did. He crashed into a light pole and got the car stuck in the snowy grass. I watched from my window for a while as he made futile attempts to extract the car from the mess he had got himself into. Feeling his pain (having once upon a time done similarly stupid things myself), I put on my ski clothes and went out to see if I could help. The poor kid, undoubtedly bold and cocky a few minutes earlier, was now nervous and apologetic. I assured him that I was not going to punish him in any way nor reveal his “indiscretion”. I tried to help him free the car, but it was too big a job for the two of us in the middle of a blizzard. I brought him to the rectory to call a tow truck. And his dad.
I fondly remember plowing snow with a high school-aged parishioner named Nick. He worked after school with the maintenance crew at the parish to help pay his school tuition. Between the two of us, one driving the plow, the other a front-end loader, we made a pretty good plowing team. I miss that. It was great fun. He works in finance now. I’m still a priest.
Whenever I revisit that parking lot I think about another Nick. He was a young man of about 13 years with some special needs. He was very intelligent, inquisitive, and polite, but he would often say and do inappropriate things which made it difficult for him to participate in the regular Religious Education program. For this reason, his mother had requested that I prepare him individually for the reception of the Sacrament of Confirmation. Looking back, I am grateful for the time I was privileged to spend with Nick. I would not have that time today. We had great fun together and we both learned a lot. He came to the rectory office with his mother once a week. She would wait in another room reading a book while Nick and I talked about the Faith in my office. At the end of our sessions, at his request, I always took him to the rectory kitchen for a treat of some kind as a reward for his attentiveness and good behavior.
Nick was obsessed with cars. He knew all the makes and models and could barely wait to be old enough to obtain his driving license, and wealthy enough to purchase a fancy car. One day he and I were standing in the parking lot when another parishioner drove up and stopped to speak to me. She was a working mother with a bunch of kids about Nick’s age. Her car had seen better days. “Hi! Father, Hi! Nick”, she said. “Hi! Mrs. Smith”, said Nick. “How come you drive such a junky old car?” That was Nick. Mrs. Smith knew Nick well and took it all in stride. “Well Nick”, she responded, “It works just fine, so I see no need to replace it”. “Oh”, he said. That was Nick.
As we neared the end of our Confirmation preparation sessions Nick was getting a little bored and was in need of an incentive to take him over the finish line. I promised him that if he could complete the work, I would allow him to drive my car around the parking lot. He was ecstatic. My car, too, was junky, but it was a car. Nick had never been made such an offer (for obvious reasons). When the big day arrived, he climbed into the driver’s seat, and I into the passenger’s seat. I showed him what to do and off we drove, slowly but surely around the empty parking lot, one of my hands resting lightly on the emergency brake, the other hovering discreetly close to the steering wheel. I will never forget Nick’s face. It was a mixture of terror and absolute delight. I admired his courage and determination. I think he could have driven forever around that parking lot.
Eventually, his maiden voyage had to come to an end. “We” parked the car and went to the rectory kitchen for a snack. I would later take him to more challenging places to practice driving, all of course perfectly safe and away from other drivers. I haven’t seen Nick for a long time. He must be about thirty years old by now. His mom passed away (too young) some years ago and that must have been hard on him. I hear that he is doing well. I don’t know if he remembers his first driving lesson, but I certainly do. I would not have missed it for the world.
EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada de diario #50 Nick
Al inicio de mi sacerdocio fui asignado a una parroquia suburbana bastante grande, situada en una hermosa propiedad con un estacionamiento enorme. Este estacionamiento demostraría ser, para mí y para muchos de mis feligreses más jóvenes, un lugar de gratos recuerdos.
Por ejemplo, recuerdo que todos los veranos durante años teníamos un carnaval con juegos mecánicos. Los niños me suplicaban que montara en las atracciones con ellos. En esa época de mi vida, ya no me emocionaba ser girado en círculos y volcado boca abajo por grandes máquinas con rugidos exorbitantes y que expulsaban gases de escape. Pero, como todo padre sabe, uno hace lo que debe hacer. ¡A los muchachos les encantaba!
Una noche, durante una gran tormenta de nieve, un solitario automóvil se salió de la carretera hacia el estacionamiento vacío y comenzó a "hacer piruetas" en la nieve. Me imaginé que era un chico de secundaria tratando de experimentar lo que significa ser un piloto de carreras. Logró lo que deseaba, pero con tan mala suerte que se estrelló contra un poste de luz y atascó el auto en la hierba cubierta de nieve. Observé desde mi ventana durante un rato mientras el muchacho hacía vanos intentos por sacar el coche del atolladero y salir del lío en el que se había metido.
“Sintiendo su dolor” (me identificaba con él ya que alguna vez durante mi juventud, yo también había hecho cosas estúpidas y sin sentido), me puse mi ropa de esquiar y salí para ver si podía ayudarle. El pobre chico, indudablemente atrevido y arrogante unos minutos antes, ahora estaba nervioso y se disculpaba. Le aseguré que no lo iba a castigar de ninguna manera ni revelar su “indiscreción”. Traté de ayudarlo a sacar el auto de la nieve, pero era un trabajo demasiado grande para nosotros dos en medio de tal tormenta de nieve. Así que no hubo de otra que llevarlo a la rectoría para llamar una grúa y a su papá.
También recuerdo con cariño cuando con un feligrés de la escuela secundaria llamado Nick limpiábamos la nieve después de una tormenta. Nick trabajaba después de clases con el equipo de mantenimiento de la parroquia para ayudarse a pagar la matrícula escolar. Entre los dos hacíamos el trabajo, uno conducía el arado, mientras que el otro alimentaba la maquina por la parte de enfrente. Formábamos un equipo de trabajo bastante bueno. ¡Extraño esa actividad con Nick! Era bastante divertido. Nick ahora trabaja en finanzas, y yo continúo siendo sacerdote.
Cada vez que visito ese estacionamiento pienso en otro Nick. Era un joven de unos 13 años con algún retardo mental. Era muy inteligente, curioso y educado, pero a menudo decía y hacía cosas inapropiadas que le dificultaban participar en el programa regular de Educación Religiosa, y por eso su madre me había pedido que lo preparara individualmente para la recepción del Sacramento de la Confirmación.
Al recordar mi experiencia con Nick, siento agradecimiento por el tiempo que tuve el privilegio de compartir con él. Hoy en día no podría darme ese lujo. Pasamos momentos muy agradables junto y aprendimos mucho el uno del otro. Nos reuníamos en mi oficina una vez por semana. Su madre lo traía y lo esperaba en otra habitación leyendo un libro mientras Nick y yo hablábamos sobre la Fe en mi oficina. Al final de nuestras sesiones, a petición suya, siempre lo llevaba a la cocina de la rectoría para otorgarle algún obsequio como recompensa por su atención y buen comportamiento.
Nick estaba obsesionado con los autos. Conocía todas las marcas y modelos y apenas podía esperar a tener la edad suficiente para obtener su licencia de conducir. También esperaba ser lo suficientemente rico como para comprarse un automóvil lujoso. Un día, él y yo estábamos parados en el estacionamiento cuando otro feligrés llegó y se detuvo para saludarnos. Era una madre trabajadora con un grupo de niños de la edad de Nick. Su coche había visto días mejores. "¡Hola! Padre, ¡Hola! Nick”, dijo. "¡Hola! Sra. Smith”, dijo Nick. "¿Cómo es que conduces un auto tan viejo y chatarra?" Ese era Nick, decía lo que sentía. La señora Smith conocía bien a Nick y se lo tomó todo con calma. "Bueno, Nick", respondió ella, "funciona bien, así que no veo la necesidad de reemplazarlo". “Ah”, le dijo Nick. Ese era Nick sincero y sencillo.
A medida que nos acercábamos al final de nuestras sesiones de preparación para la Confirmación, Nick se estaba aburriendo un poco y necesitaba un incentivo para llevarlo a la meta. Le prometí que, si podía completar el trabajo, le permitiría conducir mi auto por el estacionamiento. ¡Estaba extasiado! Mi coche también era una chatarra, ¡Pero era un coche!
Nick nunca había recibido tal oferta (por razones obvias). Cuando llegó el gran día, él se subió al asiento del conductor y yo al asiento del pasajero. Le mostré lo que tenía que hacer y condujimos, lentamente pero seguros, alrededor del estacionamiento vacío; una de mis manos apoyada ligeramente en el freno de emergencia y la otra discretamente cerca del volante. Nunca olvidaré la cara de Nick. Era una mezcla de terror y deleite al mismo tiempo. Yo admiraba su coraje y determinación. Creo que podría haber conducido eternamente por ese estacionamiento.
Eventualmente, su viaje inaugural tuvo que llegar a su fin. “Nosotros” estacionamos el auto y fuimos a la cocina de la rectoría a tomar un refrigerio. Más tarde lo llevaría a lugares más desafiantes para continuar practicando como conducir un automóvil, todo ello siguiendo las reglas de seguridad, y por supuesto, lejos de los demás conductores.
No he visto a Nick en mucho tiempo, a estas alturas debe tener unos treinta años. Su madre falleció (demasiado joven) hace algunos años y eso debe haber sido muy duro para él. Sin embargo, me enteré que está bastante bien.
No sé si Nick recuerda su primera lección de cómo conducir un automóvil, pero yo en realidad, por nada del mundo me hubiera perdido haber vivido esa experiencia.