THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST
Diary Entry #66 Scenes from Italian Restaurants
A close priest friend and I enjoy a meal together with some frequency. We prefer Italian restaurants and Chinese restaurants. The reason is that we spent a few years together in Rome, Italy as seminarians. As inhabitants (without jobs) of a city which is one of the largest tourist destinations in the world, we could not afford to eat at the Italian restaurants in our neighborhood (Vatican City).
When we lived there, the Chinese restaurants were much more within our budget. It also happened that there was a Chinese restaurant within walking distance of our residence. Because we ate there frequently, we had established friendships with the owner and waitresses. I must say for the record that one of the most peculiar experiences of my life was speaking Italian with Chinese people. We were all strangers in a strange land.
When we finally got back to the States, my friend and I went to a Chinese restaurant for dinner. My friend, out of habit, spoke to the waitress in Italian. I had to remind him that, in the United States, Chinese people do not ordinarily speak Italian. The experiences which I am about to relate are not about language or food. They are about the remarkable disparity that exists among Catholics, which we priests experience every day.
One fine day my friend and I were having lunch at a well-known Italian restaurant in our area. We encountered a group of Catholic men who engaged us in conversation. We chatted for a while before leaving them to their meal and proceeding to enjoy ours.
When we were ready to leave, we called for the check. The waiter informed us that the bill had been paid in full by the group of men with whom we had conversed, and that if we would like anything else it would be covered. We were On another occasion, in a different Italian restaurant, my friend and I were seated next to a table of four or five men who, we would later learn, were Catholic. We greeted them politely as we sat down. They were not interested in conversing with us, and we went about the business of enjoying our meal. As they finished their meal and rose to leave, one of the men, in a voice calculated to be heard by us, said to his companions, “Well, I guess now we know where our collection money goes”.
When they were gone, my friend and I attempted to “unpack” this barb. In the first place, we priests work just as hard, if not harder, than the average family man. We earn a salary for our efforts which is nowhere near that of the average family man. Granted, we don’t pay rent or a mortgage, and we don’t support a wife and children. That is partly why our salary is relatively low.
Furthermore, we are free to spend our hard-earned money as we please. Our “lunch money” does not come from the collection, it comes from our salary. We wondered what issue this man had with the Church.
I suggested to my friend that it had probably been years since he had attended Mass. It was equally probable that the last time he had attended Mass he had put nothing in the collection basket. In cases such as these, it seems likely that such a person feels guilty that he does not live as the Lord and His Church call him to live.
He must justify his behavior to himself and to others, and he does so by blaming priests for all his own faults. May the Lord grant that man the grace of conversion. My friend and I finished our meal in peace and went our separate ways. It’s all in a day’s work. Grateful, of course, and would have thanked the men, but by then they had departed.
DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada # 66 Escenas de Restaurantes Italianos
Con cierta frecuencia, un sacerdote amigo cercano y yo disfrutamos de una comida juntos en algún restaurante. Preferimos restaurantes italianos y chinos. La razón es que pasamos algunos años juntos en Roma, Italia, como seminaristas. Como todos sabemos Roma es uno de los destinos turísticos más visitados del mundo, y por lo tanto también un lugar bastante caro. Como seminaristas residentes de Roma (sin trabajo), y por lo anteriormente expuesto, mi amigo y yo no podíamos darnos el lujo de comer en los restaurantes caros de nuestra zona (Ciudad del Vaticano), y optábamos por visitar otros restaurantes, tanto italianos como orientales, (chinos), que estaban mucho más de acuerdo con nuestro presupuesto.
Sucedió que había un restaurante chino a poca distancia de nuestra residencia, lo visitábamos con bastante frecuencia, y habíamos entablado amistad tanto con el dueño como con las meseras del lugar. Debo mencionar que una de las experiencias más peculiares de mi vida fue hablar italiano con los chinos. Todos éramos extraños en una tierra extraña.
Cuando finalmente regresamos a Estados Unidos, mi amigo y yo fuimos a cenar a un restaurante chino. Mi amigo, por costumbre, se dirigió a la mesera en italiano. Tuve que recordarle que, en Estados Unidos, los chinos normalmente no hablan italiano. Las experiencias que voy a relatar no tienen que ver con el idioma ni con la comida. Se trata de las experiencias que nosotros los sacerdotes experimentamos todos los días y de la notable disparidad que existe entre feligreses y sacerdotes.
Un buen día mi amigo y yo almorzábamos en un conocido restaurante italiano de nuestra zona. Nos encontramos con un grupo de individuos católicos con los que entablamos conversación. Después de un rato de charlar con ellos, nos despedimos para que disfrutaran de su almuerzo y nosotros haríamos lo mismo.
Al terminar nuestro almuerzo y pedir la cuenta, el mesero nos informó que la cuenta había sido cancelada en su totalidad por el grupo de señores con los que habíamos conversado, y que si deseábamos algo más, ellos lo cubrirían también.
Por supuesto que estábamos muy agradecidos por este noble gesto y quisimos manifestar nuestro agradecimiento a nuestros benefactores, pero desgraciadamente ya se habían marchado del lugar.
En otra ocasión, en otro restaurante italiano, mi amigo y yo estábamos sentados al par de una mesa en donde se encontraban cuatro o cinco individuos que, como luego supimos, eran católicos. Los saludamos cortésmente mientras nos dirigíamos a nuestra mesa. No estaban interesados en conversar con nosotros, así que procedimos a disfrutar de nuestra comida. Cuando terminaron de comer y se levantaron para marcharse, uno de los individuos, en alta voz con el propósito de que nosotros pudiéramos escucharle dijo a sus compañeros: "Bueno muchachos, supongo que ahora sabemos a dónde va el dinero de nuestras donaciones a la Iglesia".
Cuando se fueron, mi amigo y yo intentamos descifrar esta “puñalada trapera” que habíamos recibido. En primer lugar, nosotros los sacerdotes, trabajamos tan duro, si no más, que el padre de familia promedio. Ganamos un salario por nuestros esfuerzos que ni por cerca se asemeja al salario de un padre de familia promedio. Por supuesto, no pagamos alquiler ni hipoteca, y no mantenemos ni a esposa ni a hijos. En parte esta es una de las razones del porque nuestro salario es relativamente bajo. Además, tenemos la libertad de gastar nuestro bien merecido salario de la forma que deseemos. Nuestro “dinero para pagar nuestro almuerzo” no proviene de la colecta, proviene de nuestro salario.
Nos preguntamos qué problema tendría este individuo con la Iglesia. Le comenté a mi amigo que a lo mejor tenía años de no asistir a Misa, y que era también probable que la última vez que había asistido a Misa no hubiera puesto nada en la canasta de la colecta.
En casos como estos, es posible que esa persona se sienta culpable por no vivir como el Señor y Su Iglesia le llaman a vivir, y justifica su comportamiento ante sí mismo y ante los demás, culpando a los sacerdotes de todas sus propias faltas.
Que el Señor conceda a este individuo la gracia de la conversión. Mi amigo y yo terminamos nuestra comida en paz y tomamos caminos separados. Esto no es más que “un día más en la vida de un sacerdote”.