THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #67 – EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #67

THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST

Diary Entry #67    The Gingerbread House

“Girls Just Want to Have Fun” was a song made famous by singer Cyndi Lauper in 1983, four years after it was written by Robert Hazard. It was the first major single released by Lauper and became something of a feminist anthem in the 1980s.  It actually has nothing to do with our story, but if I had the chance, I would rewrite it as “Priests Just Want to Have Fun”.  I suppose that may seem inappropriate.

My first priestly assignment was to a large suburban parish situated on a beautiful sprawling property which had a creek running through it.  When I was young, in the varied places in which I lived, I was blessed always to have access to a creek.  Creeks were a staple source of solace, escape, and recreation for me.  There are all sorts of things a boy and a creek can do together.  Fishing is always an option.  Swimming is enticing on a hot summer day.

During the rainy season, one can build a raft and attempt to navigate it down the creek, merge into the nearest river, and drift onward toward the nearest ocean. (One can always dream).  It’s always pleasant to sit on the bank of a creek and watch the water go by when you really don’t want to go home and do your homework.  Camping next to a creek is fine.  The sound of the moving water lulls one to sleep more surely than a Brahms lullaby.  My brother and I used to cut firewood with an axe along the bank of a creek when we were young.  I am glad not to have to do that anymore.  On the bank of a creek, I remember a surprise encounter with the largest snake that I have ever seen in my life.  Having spent a good part of my childhood in a rural area, I had seen lots of snakes.  I dropped my fishing pole in the weeds and ran home as fast as I could, never glancing back, my heart pounding out of my chest.

A friend and I were once playing on a frozen creek in the dead of winter.  He fell through the ice. I managed to fish him out, and get him back to my house and in front of the fireplace before he succumbed to hypothermia.  His clothes were frozen stiff by the time we got there.  Good, clean fun.

At my suburban parish there was a woman who, each Christmas season, participated in a group which fashioned gingerbread houses.  In addition to the one she made each year for her own home; she would create one for our rectory.  It really was of gingerbread, and was covered with frosting and adorned with candies and other baubles.  It was rather large.  We kept it through the Christmas season as a centerpiece on the breakfast table.  I never quite understood whether one was expected to eat a gingerbread house, or simply look at it for weeks on end.  I also never understood what one was expected to do with a gingerbread house after it had become stale, and unfit to eat.  I found a solution.

Nick, a teenaged altar boy and one-time student in our parochial school, and Mr. Paul, the school custodian about my age, and I were good friends.  We may as well have been three 12-year-old boys when it came to thinking up fun stuff to do.  One spring, we got the great idea to put the Gingerbread House in an aluminum roasting pan and sail it down the creek.  The creek meandered through our property, but also made its way through the center of town, passing by restaurants and shops of various kinds.  We thought it would be fun for the townsfolk to catch a glimpse of the Gingerbread House making its way toward a merger with the nearest river, and onward toward the sea.  But as we thought about it, we concluded that the Gingerbread House would probably float silently through the village attracting relatively little notice.

We devised a plan to make it more of an event.  We doused the Gingerbread House with gasoline and set it alight before we gently urged it into the main current of the creek.  Of course, it quickly disappeared from our sight such that we had no idea what eventually became of it, but we hoped that some of our neighbors might have a bit of fun seeing the flaming Gingerbread House gliding down the creek in a roasting pan as they enjoyed their bagel and cream cheese at the local creek-side deli.  Setting the Gingerbread House on fire and releasing it into the creek became an annual springtime ritual for us.  Looking back, I realize that it was probably dangerous.  After all, we might have caused a devasting wildfire that destroyed the town.  It probably was not so good for the wildlife that lived in and around the creek.  We might have eradicated an endangered species.  It was also quite probably unlawful.  We might have been arrested and sentenced to a prison term.  At the very least, it probably constituted littering.  But you know, it was good, clean fun.

 

EL DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO

# 67    La Casita de Jengibre

“Girls Just Want to Have Fun” (Las Chicas solo quieren Divertirse) fue una canción que Cyndi Lauper hizo famosa en 1983, cuatro años después de que la escribiera Robert Hazard. Fue el primer disco sencillo importante lanzado por Lauper y se convirtió en una especie de himno feminista en la década de 1980. En realidad, no tiene nada que ver con nuestra historia, pero si tuviera la oportunidad, yo la escribiría de nuevo y le daría el título de: “Los sacerdotes sólo quieren divertirse”. Supongo que eso puede parecer inapropiado, no lo sé.

Mi primera asignación sacerdotal fue en una inmensa parroquia suburbana situada en una hermosa y extensa propiedad atravesada por un riachuelo. Cuando yo era joven, en los diversos lugares en los que viví, siempre tuve la suerte de tener acceso a un riachuelo.  Estos lugares eran para mí una fuente de consuelo, escape y recreación.

Hay muchas actividades que un muchacho puede hacer junto a un riachuelo.  La pesca siempre es una opción. Nadar es atractivo en un caluroso día de verano. Durante la temporada de lluvias, uno puede construir una balsa e intentar navegar por el riachuelo, empalmar con el río más cercano y avanzar hacia el océano. (¡Soñar no cuesta nada!).

Además, siempre es agradable sentarse a la orilla de un riachuelo y ver correr el agua cuando realmente no quieres volver a casa y hacer las tareas. También es agradable acampar junto a un riachuelo, el ruido del agua en movimiento es más adormecedor que cualquier canción de cuna de Brahms.

Otra de las actividades que mi hermano y yo llevábamos a cabo a la orilla del riachuelo, cuando éramos jóvenes, era cortar leña con un hacha para la chimenea. Esto no era muy grato y me alegro de no tener que hacerlo más.

Un día al estar sentado a la orilla de un riachuelo, recuerdo un encuentro sorpresa con una gigantesca serpiente, la más grande que he visto en mi vida. Habiendo pasado buena parte de mi infancia en una zona rural, había visto muchas serpientes, ¡pero esta era descomunal!  Dejé caer mi caña de pescar entre la maleza y corrí a casa lo más rápido que pude, sin mirar atrás, con el corazón latiendo tan fuertemente que sentía que me salía del pecho.

Otra vez, un amigo y yo estábamos jugando a la orilla de un riachuelo congelado pues era pleno invierno; mi amigo se cayó en el riachuelo, con mucho esfuerzo logré sacarlo, su ropa estaba congelada, lo llevé de regreso a mi casa y lo coloqué frente a la chimenea para que se calentara y que no sucumbiera a la hipotermia.  ¡Excelente y sana diversión!

En mi parroquia suburbana había una señora que, cada temporada navideña, participaba en un grupo que diseñaba casitas de jengibre. Además de la casita que cada año hacía para su casa, también hacia una para nosotros en la rectoría. En realidad, eran galletas de jengibre en forma de casa, y estaban cubiertas con glaseado, y adornada con caramelos y otras chucherías. Era bastante grande. La manteníamos durante la temporada navideña como pieza central en la mesa del desayuno. Nunca entendí del todo si se esperaba que nos comiéramos la casita de a poquitos o simplemente la admiráramos durante semanas enteras. Tampoco entendí nunca qué se esperaba que uno hiciera con la casita de jengibre después de que se volviera rancia, dura y no apta para comerse. ¡Se me ocurrió una idea!

Nick, un monaguillo adolescente y ex alumno de nuestra escuela parroquial, y Don Pablo, el conserje de la escuela, de más o menos mi edad, éramos buenos amigos. Actuábamos como tres “jovencitos” de 12 años cuando se trataba de tramar algo para divertirnos.  Una primavera, se nos ocurrió la gran idea de colocar la Casita de Galleta de Jengibre en un contenedor de aluminio, de los que se usan para alimentos, y ponerla en el riachuelo para que navegara llevada por la corriente.  Cabe mencionar que el riachuelo pasaba por nuestra propiedad y también atravesaba el centro de la ciudad, pasando por restaurantes y tiendas de diversos tipos.

Pensamos que sería divertido para la gente del pueblo echar un vistazo a La Casita de Jengibre abriéndose paso empujada por la corriente hasta llegar a la desembocadura en donde el rio se une al mar.  Pero mientras pensábamos en ello, llegamos a la conclusión de que dicha Casita haría su recorrido en silencio a través del pueblo y no llamaría mucho la atención de casi nadie.  Ideamos un plan para convertirlo en un evento inolvidable. Rociamos la Casita con gasolina y le prendimos fuego antes de empujarla rio adentro.  Claro está que la perdimos de vista muy pronto, de modo que no teníamos idea de lo que eventualmente sería de ella, pero esperábamos que algunos de nuestros vecinos se divirtieran un poco viendo este espectáculo de la Casita en llamas flotando sobre el agua, mientras disfrutaban de sus panecillos con queso crema en el pequeño restaurante que se encontraba junto al riachuelo.

Este ritual de incendiar la Casita de Jengibre y hacerla flotar en el riachuelo se convirtió para nosotros en un evento anual de primavera. Al recordar este juego, me doy cuenta de que probablemente era algo peligroso. Después de todo, podríamos haber provocado un devastador incendio forestal que pudo haber destruido toda la ciudad.

Puede que para los animales y plantas que vivían en los alrededores del riachuelo, no haya sido muy gracioso que estos “jovencitos” se dedicaran a estas travesuras, pues ponían en peligro la vida silvestre. Y ¿Quién sabe? Pudimos haber erradicado una especie en peligro de extinción. Además, es probable que estos actos fueran considerados de vandalismo y castigados por las autoridades. Podríamos haber sido arrestados y sentenciados a prisión, o por lo menos haber sido acusados de contaminar el ambiente. Pero… ¿Saben qué?  ¡Nos divertíamos de lo lindo!

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