THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST
Diary Entry #74 A Close Encounter of the Most Unusual Kind
For many years as the pastor of inner-city parishes I have offered the Sacrament of Confession for half an hour before the weekday noonday Masses. A wide variety of people take advantage of the opportunity for many reasons.
Among those are the fact that very few parishes offer the sacrament every day. Some people who work, but do not live in the area, come during their lunch hour because it is more convenient than going to Confession on Saturday afternoon at their own parish. Some prefer to confess their sins to a priest whom they do not know, and who does not know them. Others like the fact that I typically do not engage the penitent in conversation: one confesses his sins, I assign a penance, he says the Act of Contrition, and I send him on his way. Some like that. Some do not. I have more than enough customers, often more than I can handle. That is a good thing.
For obvious reasons, we priests try not to talk much about Confession. We may speak to each other about what we hear (carefully concealing anything that might reveal an identity) only to seek professional advice from our co-workers in the vineyard in order to be more helpful to our penitents. For the most part, hearing confessions is rather routine; however, once in a while, strange things happen.
On one occasion, I was hearing Confessions in a confessional that allowed for anonymous confession with a screen separating the priest from the penitent, or the opportunity for him to sit face to face with the priest. I have never been comfortable with the face-to-face arrangement because the Confession can quickly turn into a conversation.
In my parishes there has never been time for that. There are too many people waiting in line, and I never want to have to turn anyone away. Sometimes the inspiration which sends a person to the confessional is very fleeting. Having been turned away can easily dissuade a reticent penitent from trying again; sometimes for a long time. If someone wants to converse with me, I encourage them to call for an appointment.
Be that as it may, on this day a woman came into the face-to-face part of the confessional with a large handbag. She planted herself on the chair opposite me, placed her bag on the floor beside her, and commenced the confession of her sins.
As she was speaking, my eyes were downcast toward her bag. I could not fail to notice that it was moving as if there were something alive inside it. At first, I thought that I might have drunk too much coffee that morning, or that I had not had enough sleep the night before. I listened as she talked, but kept my eyes on the bag. I was now certain that it was moving.
Suddenly, an animal escaped from the bag and began scurrying around frantically on the floor of the confined space. In the surprise of the moment, time seemed to slow to an almost imperceptible crawl. While my mind was trying to process what I was seeing (and hearing), and to identify the genus and species of the animal scampering wildly about in my confessional, the woman leapt to her feet crying out, “Oh, my!”, and proceeded to try to capture the terrified creature which looked to me like a pointy-nosed squirrel without a tail. “What is it?”, I asked. “It’s a ferret”, she replied. “There’s another one in the bag. They are my friends.” She placed the runaway back in the bag and zipped it closed.
As I had been listening to her Confession, I had surmised that she might be a bit unbalanced. When the ferret escaped from her bag, I knew she was. There is nothing particularly unusual about unbalanced people. I deal with them every day. But I must say that never before nor since (as far as I know) has anyone brought a bag of live ferrets into my confessional. No, I did not question her motives. There was no point. I absolved her of her sins and sent her on her way. I have never seen her since. I hope I don’t.
DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada # 74 Un Encuentro Cercano y muy Extraño
Durante muchos años, como párroco de parroquias urbanas, he ofrecido el Sacramento de la Confesión media hora antes de las Misas del mediodía entre semana. Una amplia variedad de personas aprovechan la oportunidad por muchas razones. Entre ellas está el hecho de que muy pocas parroquias ofrecen el sacramento todos los días.
Otra razón es que algunas personas que trabajan, pero no viven en la zona, vienen a la hora del almuerzo porque es más conveniente que confesarse el sábado por la tarde en su propia parroquia. Una razón más es que algunas personas prefieren confesar sus pecados a un sacerdote desconocido para ellas. Y también a otros les gusta el hecho de que normalmente no entablo conversación con el penitente: la persona confiesa sus pecados, le asigno una penitencia, recita el Acto de Contrición y lo despido.
Más o menos así funciona en mi parroquia. Tengo entendido que en otras parroquias el método es distinto. Yo, sin embargo, tengo clientes más que suficientes, a menudo más de los que puedo atender, y eso es algo bueno, pero no tengo tiempo para entablar una conversación.
Por razones obvias, los sacerdotes tratamos de no hablar mucho sobre la Confesión. Podemos hablar entre nosotros sobre lo que escuchamos (ocultando cuidadosamente cualquier cosa que pueda revelar una identidad) solo para buscar consejo profesional de nuestros compañeros de trabajo y poder así desempeñar mejor nuestro trabajo para bien de nuestros penitentes. En la mayoría de los casos, escuchar confesiones es más bien una rutina; sin embargo, de vez en cuando suceden cosas extrañas.
En una ocasión, estaba escuchando confesiones con dos opciones para el penitente: podían hacer uso anónimo al confesarse detrás de una cortina que separaba al sacerdote del penitente, o confesarse cara a cara con el sacerdote. Particularmente nunca me he sentido cómodo con el trato cara a cara porque la Confesión puede convertirse rápidamente en una conversación, y en mi experiencia, nunca tengo tiempo para charlar, ya que siempre cuento con gran número de personas esperando turno y no deseo rechazar a nadie.
Siempre es posible que entre los que deseen confesarse, se encuentre alguien que se sienta inspirado para confesarse después de un largo tiempo y si se da la situación de que ya no hay tiempo para su confesión, puede no volver y tardar mucho en sentirse de nuevo listo o lista para confesarse.
Es mi criterio que si alguien desea consultarme algo o recibir un consejo, puede llamarme y concertar una cita para atenderlo.
Siguiendo con mi historia, un día en particular una señora de mediana edad optó por la opción de confesarse cara a cara con el sacerdote, se acomodó en la silla con una gran bolsa que colocó en el piso, y acto seguido, procedimos con el sacramento.
Mientras hablaba, yo no podía quitar mis ojos de la gran bolsa que había colocado en el piso, ya que pude ver que algo se movía allí dentro. Al principio pensé que tal vez había consumido demasiado café esa mañana o que no había dormido lo suficiente la noche anterior.
Yo la escuchaba mientras ella hablaba, pero yo no podía despegar mi vista de la gran bolsa. Ahora estaba seguro de que no era mi imaginación, algo saltó de la bolsa y correteaba desesperadamente en el reducido espacio en el que nos encontrábamos. Tratando de calmarme después de la inesperada sorpresa, mi mente trataba de procesar lo que estaba pasando.
Traté de identificar el género y la especie del animal que correteaba salvajemente en el reducido espacio en que nos encontrábamos, mientras que la señora de un salto se puso de pie gritando: “¡Oh, Dios mío!”, y acto seguido trató de capturar a la aterrorizada criatura que me parecía una ardilla de nariz puntiaguda y sin cola. “¿Qué es?” le pregunté. “Es un hurón”, respondió ella. “Hay otro en la bolsa. Ellos son mis amigos." Al fin atrapó al fugitivo y lo introdujo de nuevo en la bolsa cerrando inmediatamente la cremallera. (Los hurones, pertenecientes a la familia de las comadrejas, pueden meterse en agujeros y se parecen mucho a las ratas).
Mientras escuchaba su confesión, me di cuenta que estaba un poco desequilibrada, y cuando el hurón se escapó de su bolso, comprobé que algo andaba mal con su salud mental. No hay nada particularmente extraño en las personas desequilibradas, trato con ellas todos los días. Pero debo decir que era la primera vez que una persona traía al confesionario una bolsa con hurones vivos.
La verdad es que no le dije nada, no tenía sentido que lo hiciera. La absolví de sus pecados y la despedí. Nunca la he vuelto a ver, ¡espero que así sea!