THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST
Diary Entry #95 Hearing Children’s Confessions
Let me begin with a reminder that the “seal of the confessional” is inviolable. That is to say that a priest may never, under any circumstances, reveal anything he has heard in confession which could be traced back to a particular penitent and expose that person’s sin. The Code of Canon Law puts it this way: “The sacramental seal is inviolable; therefore, it is a crime [ecclesiastical, not civil] for a confessor in any way to betray a penitent by word or in any other manner or for any reason” CIC 983.1). Rest assured that no one will be betrayed here.
I have calculated that in the last ten years of my priesthood I have heard an average of about 12 confessions a day, five days a week. That comes to 60 (or more) confessions per week, about 50 weeks a year for a total of at least 3,000 confessions per year for the last ten years. That’s 30,000. I don’t include my first 12 years as a priest in that count because I did not hear as many then simply because of the nature of my assignments. The vast majority of those confessions have been adults, but I have heard plenty of children’s confessions as well. People ask if I remember what I hear; only if it is extraordinarily different from what I hear every day. That is relatively rare.
When it comes to hearing the confessions of children there is very little variety. All children, from time to time, fight with their brothers and sisters, disobey their parents, say mean things to one another, tell lies, and take things which do not belong to them. This is what children do unless they happen already to be saints. I have not met any yet, though I am sure they exist.
However, there are two children’s confessions which I remember well for different reasons. The first was many years ago in the context of a group of kids preparing to receive First Communion. After a long string of “I fought with my brothers and sisters and disobeyed my parents”, a little boy came in and was on the verge of tears. After we began in the customary way, I asked what sins he needed to confess. He explained, now closer still to tears, “My friends and I found a frog, and we threw stones at it until we killed it.” Then he burst into tears. I have never, in all the confessions I have heard, seen someone so genuinely sorry for his sin. Not only was the boy contrite, but he seemed to be horrified at the realization that he had been capable of doing something so violent and senseless. Many, if not most boys have done similar or worse things, and perhaps don’t think much of it. This boy was different. He was a reminder to me that saints-in-the-making are not sinless, but they are acutely aware of their sinful tendencies and strive mightily to resist them. I have never heard such a heartfelt confession from a boy. To this day I remain envious of his of self-awareness and horror of sin.
The other child’s confession that stands out in my mind was a reminder of our natural human tendency to try to hide the reality of our sins behind a veil of euphemisms. Webster defines a euphemism as “the substitution of a mild, indirect, or vague expression for one that is thought to be less offensive, harsh, or blunt.” As a simple example, we prefer to say that a person passed away rather than that he died. This happens all the time in confession, though it shouldn’t, because the priest is often left guessing at what exactly is being confessed.
This very young child admitted very simply, “I moved my big brother’s $100 bill.” He paused. I had never heard that before in confession. I thought for a moment trying to imagine the possible scenarios. Had the child succumbed to the temptation to steal the money? Had he deliberately “hidden” the bill only to annoy his brother and enjoy the show as he went crazy trying to find it? I was not sure, but decided it did not matter. “Did you move it back?”, I asked. “Yes” he said.
DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO
Entrada del diario #95 Escuchando las confesiones de los niños
Permítanme comenzar recordando que el “sello del confesionario” es inviolable. Es decir, un sacerdote nunca, bajo ninguna circunstancia, puede revelar nada de lo que ha oído en confesión y que pueda rastrearse hasta un penitente en particular y exponer el pecado de esa persona. El Código de Derecho Canónico lo expresa así: “El sello sacramental es inviolable; por lo tanto, es un delito [eclesiástico, no civil] que un confesor traicione de cualquier manera a un penitente de palabra o de cualquier otra manera o por cualquier motivo” CIC 983.1). Tengan la seguridad de que aquí nadie será traicionado.
He calculado que en los últimos diez años de mi sacerdocio he escuchado más o menos como 12 confesiones al día, cinco días a la semana. Esto equivale a 60 (o más) confesiones por semana, unas 50 semanas al año, para un total de al menos 3,000 confesiones al año durante los últimos diez años. Son 30.000. No incluyo mis primeros 12 años como sacerdote en ese recuento porque no escuché tantos entonces simplemente por la naturaleza de mis asignaciones. La gran mayoría de esas confesiones han sido de adultos, pero también he escuchado muchas confesiones de niños. La gente me pregunta si recuerdo lo que escucho; sólo si es extraordinariamente diferente de lo que escucho todos los días. Eso es relativamente raro.
A la hora de escuchar las confesiones de los niños hay muy poca variedad. Todos los niños, de vez en cuando, pelean con sus hermanos y hermanas, desobedecen a sus padres, se dicen cosas malas unos a otros, dicen mentiras y toman cosas que no les pertenecen. Esto es lo que hacen los niños a menos que ya sean santos. Todavía no he conocido a ninguno, aunque estoy seguro de que existen.
Sin embargo, hay dos confesiones de niños que recuerdo bien por diferentes motivos. La primera fue hace muchos años en el contexto de un grupo de niños que se preparaban para recibir la Primera Comunión. Después de una larga serie de “peleé con mis hermanos y hermanas y desobedecí a mis padres”, entró un niño pequeño y estaba al borde de las lágrimas. Después de comenzar como de costumbre, le pregunté qué pecados necesitaba confesar. Explicó, ahora aún más cerca de las lágrimas: “Mis amigos y yo encontramos una rana y le tiramos piedras hasta matarla”. Luego rompió a llorar. Nunca, en todas las confesiones que he escuchado, he visto a alguien tan genuinamente arrepentido por su pecado. El niño no sólo estaba arrepentido, sino que parecía horrorizado al darse cuenta de que había sido capaz de hacer algo tan violento y sin sentido. Muchos, si no la mayoría de los niños, han hecho cosas similares o peores, y tal vez no les den mucha importancia. Este chico era diferente. Fue un recordatorio para mí de que los santos en ciernes no están libres de pecado, pero son muy conscientes de sus tendencias pecaminosas y se esfuerzan poderosamente por resistirlas. Nunca había oído una confesión tan sentida de un niño. Hasta el día de hoy sigo teniendo envidia de su autoconciencia y de su horror al pecado.
La confesión del otro niño que se destaca en mi mente fue un recordatorio de nuestra tendencia humana natural a tratar de ocultar la realidad de nuestros pecados detrás de un velo de eufemismos. El diccionario Webster define un eufemismo como "la sustitución de una expresión suave, indirecta o vaga por otra que se considera menos ofensiva, dura o directa". Como ejemplo sencillo, preferimos decir que una persona falleció en lugar de que murió. Esto sucede todo el tiempo en la confesión, aunque no debería ser así, porque el sacerdote a menudo se queda adivinando qué se está confesando exactamente.
Este niño muy pequeño admitió muy simplemente: “Moví el billete de 100 dólares de mi hermano mayor”. El pauso. Nunca antes había oído eso en confesión. Pensé por un momento tratando de imaginar los posibles escenarios. ¿Había sucumbido el niño a la tentación de robar el dinero? ¿Había “ocultado” deliberadamente el billete sólo para molestar a su hermano y disfrutar del espectáculo mientras se volvía loco tratando de encontrarlo? No estaba seguro, pero decidí que no importaba. “¿Lo regresaste a su lugar de origen?”, pregunté. “Sí”, dijo.